Crianza martes, 24 de noviembre de 2020

Primer Certamen Literario Caldo Aneto Natural

En un registro totalmente diferente al que acostumbro por aquí, que es un lugar que tengo reservado para la divulgación, no me he podido resistir a participar en el Primer Certamen Literario Caldo Aneto Natural, convocado por Caldo Aneto y Madresfera. Las letras creativas siempre han sido una parte muy importante de mis escritos, y aunque se me conoce más por mi faceta divulgadora, disfruto muchísimo del placer de describir sentimientos, escenas, recreaciones, ideas,... Por este motivo y sintiéndome tan afín a la comunidad de Madresfera, no me lo he pensado dos veces y aquí dejo mi breve relato para este certamen navideño al que además te animo a que participes.

La caja.

Salí del restaurante en el descanso y me dirigí al callejón para encontrar algo de intimidad mientras me fumaba un cigarrillo.

Lo sé. Hace tiempo que quiero dejarlo, es un vicio asqueroso. Pero no me quiero enrollar y voy al grano.

La caja, de una madera color caoba con ribetes de cuerda en los bordes, tenía una ilustración algo mermada y muy probablemente pintada a mano. Se abría con un pequeño pestillo metálico con pátina de orín desgastada por el tiempo y estaba rodeada por un borde tallado con detalles de flores y uvas.

Y olía a Nana.

Tiré el cigarrillo porque no quise mancillar ese olor. El olor de su casa, de sus cosas, de sus trastos y artilugios, de su recuerdo.

Entonces la abrí con curiosidad y muchísimo cuidado. El interior estaba forrado en terciopelo rojo, algo más raído por las junturas de los compartimentos y dentro, con todo el desorden alborotado de Nana, mil tesoros y mucho más. Una peonza de metal repujada con dibujos de ornamentos de otras épocas, un cromo de Rita Heyworth con su apellido original Cansino, un broche de alfiler con una perla de imitación, una moneda de una peseta acuñada en 1949 y un trébol de cuatro hojas. Mientras descubría poco a poco cada objeto, cada historia, la sonrisa se me dibujaba en el rostro. Jamás querré a nadie como he querido a Nana y cada minuto de mi vida que he pasado con ella, ha sido un regalo.

Encontré papeles con listas de cosas que ni siquiera entiendo, como una retahíla de datos acerca de los días, meses y años en los que se nos cayeron los dientes de leche a mí, mis hermanos y mis primos. También entradas de teatro y tíquets del cine Nueva York, donde conoció al abuelo, que de aquella trabajaba como acomodador. En el compartimento central, independiente de la caja, que se abría con una suave presión que mostraba en su interior un espejo en la tapa y un forro de tela de lino endurecido; pequeños botes de cristal con arenas de diverso tipo y coloratura en degradé. En cada bote, y atado con finísimo cordel, pequeñas etiquetas con escritos de nombres de diferentes playas de toda la geografía española. Y un anzuelo de metal plomado, y una pluma estilográfica, y un botón de carey...

Y de repente, me fijé, que del descosido forro de la tapa de esa caja maravillosa sobresalían las esquinas de varias fotografías. Con cuidado, las retiré de su escondrijo, y ahí estaba Nana en sus viajes a Suiza y a Italia, posando con sus gestos cómicos y aquel atuendo masculino que ruborizaría a tanta gente de la época. Fotos disfrazada de chino con unos bigotazos, montando en monociclo y conmigo y con Teté en el regazo con sus ojos amatista riendo de orgullo y amor. Y cuando estaba ensimismada pasando foto tras foto, de cuclillas con su caja apoyada entre el pecho y las rodillas, se cayó de entre las fotos el mayor tesoro que Nana podría dejarme.

Al principio pensé que sería una más de sus disparatadas listas, hasta que abrí el ajado papel coloreado de sepia por los años y adornado con su caligrafía de mayúscula quadrata, y empecé a leer mientras las lágrimas se me venían en tropel a los ojos.

Su receta del caldo.

Años y años preguntándole si era el laurel, si era el tiempo de cocción o algún ingrediente o detalle secreto que mi paladar de chef no alcanzaba a analizar; lo que le daba el sabor característico al caldo de Nana. Años y años pidiéndole la receta entre evasivas y risitas seguidas de hacerse el avión y a otra cosa mariposa. Toda una vida pidiendo aquella receta...

Y al final del antiguo escrito, con letra de hace unos días:

“Mi querida Manojito, el secreto del caldo no está en ningún ingrediente ni en el tiempo de cocción, tampoco en los utensilios empleados ni en el uso de huesos, vinos, aceites o hierbas. El secreto no está en el caldo, está en los comensales que han venido a visitar a esta vieja cocinera. El secreto eres tú, Manojito. Gracias por sentarte a la mesa conmigo durante todos estos años.

Te querré siempre.

Nana.”

Supongo que hay lecciones que una estrella Michelín, no te puede dar.

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