De primeras te hago una advertencia: este artículo no va sobre Cataluña. No es de este tipo de nacionalismo del que quiero hablarte sino de algo mucho más simple e inusual.
A una semana del comienzo de las clases, me gustaría
compartir contigo una reflexión a la que he llegado sólo con el paso de los
años. Es uno de esos aprendizajes de vida que te dan los años de vivencias, de
emociones, de pensamientos, de experiencia, al fin y al cabo. En cierto modo,
siempre he estado relacionada con la educación desde su perspectiva más social:
ayudar, comprender, prestar un servicio. Este siempre ha sido un componente
estrella dentro de mi ideario. Hay quien piensa en hacerse famoso, quien sueña
con ganar mucho dinero, quien quiere mejorar o ser más sabio y adquirir
conocimientos por placer, descubrir el significado de la vida, dejar huella,...
Yo siempre he sabido que mi destino estaría ligado a ayudar a los demás, y son
las profesiones relacionadas con el lado más filántropo de nuestro abanico de oficios
las que me parecen más loables e interesantes. Pero aun con todo, jamás hubiese
imaginado que con el paso de los años encontraría en el mundo de la educación
un motivo para sentir este tipo de orgullo, un sentimiento de fervor y devoción
por un trabajo que no siempre es entendido o visto desde la misma perspectiva
que muchos docentes tenemos de él.
Los años de juventud, muchas veces te traen, entre lecturas y coloquios, ideas políticas y sociales, posicionamientos de todo tipo. Algunos radicales, otros influenciados por nuestro modelo parental o generacional, otros por modas,...; el caso es que somos un conjunto de opiniones y creencias sobre nuestro entorno, nuestra moral y nuestros propósitos. A mí los años de juventud me han dado para amar y venerar más de una bandera. No sé si me explico. Soy gallega, provengo de una familia humilde y siempre he sentido la necesidad de dudar de todo lo impuesto, por tanto, he pasado por muchos idearios políticos, aun manteniéndome en unas ideas fijas. Pero qué te voy a contar, this is Spain, y pronto te decepcionas de aquellas ideas con las que te sentías arraigado, identificada o que simplemente te hacían sentir orgullo por lo “nuestro”. Esto es algo muy fácil, imagino que cualquiera ha podido vivir esta situación independientemente de los matices. Me he decepcionado de la política, de los sindicatos, del periodismo, de los medios de comunicación, de escritores, de pensadores y hasta de docentes.
Pero no todo está perdido, porque realmente siento que hay
un nacionalismo que no me cansa, un nacionalismo del que sentir orgullo y
pasión ciega, y este es el que siento por la educación pública. Sí, así y con
mayúsculas, lo grito si es preciso.
SOY NACIONALISTA DE LA EDUCACIÓN.
Sé que no faltará el que venga a increparme que nacionalismo
viene de nación, que ser nacionalista es mantener una identidad nacional ligada
a la cultura de un país o a su lengua; pero lo cierto es que creo que desde
hace mucho tiempo la idea nacionalista nos ha venido impuesta de un modo
limitante. Creo que el nacionalismo se ha identificado con la ruptura y con el
radicalismo absurdo, cuando defiende una idea de singularidad a la que no
deberíamos temer sino admirar.
Como te iba diciendo, desarraigada de banderas y amores sociopolíticos
varios, con el paso de los años he podido experimentar este sentimiento de
orgullo por el centro en el que trabajo (el CEIP Mestre Martínez Alonso) así
como por la modalidad a la que me enfrento todos los días, la escuela pública, por mis alumnos, por la relación que mantengo con mis compañeros de trabajo y hasta con mi claustro virtual. En resumen, con todas las personas con las que comparto mi pasión por un modelo educativo libre, de tod@s y para tod@s, así como con las entidades que lo favorecen sin intereses económicos, claro está.
Me confieso patriótica.
Y lo hago desde una perspectiva de lucha. Una lucha que poco
puede hacer más que escribir unas líneas o intentar sacar todo lo que pueda de
mi alumnado en una situación adversa. Una lucha porque este tipo de educación
sirva para cambiar un poco las cosas, para que las generaciones que educo sean
generaciones sin etiquetas que mejoren nuestra sociedad, que al menos no
cometan nuestros errores.
Y me confieso romántica.
Desde una perspectiva similar al nacionalismo en las artes (especialmente el musical), porque considero que ser docente es una experiencia única
que transforma tu vida y la de muchas familias, porque eres agente activo del
modelamiento de una sociedad, y esto es mayor que cualquier frontera. Por este
motivo no puedo esconder mi emoción y mi sentimiento de amor por la educación
pública, por algo que realmente importa más que un himno, que una tradición
desfasada o que una moda pasajera, que un partido de fútbol.
Y también me confieso inconformista.
Considero que no le damos la importancia necesaria a nuestro
modelo educativo. ¿Por qué no atender a su esencia desde un sentimiento más
profundo? ¿Por qué me tengo que conformar pensando que es sólo un trabajo? Para mí
no es simplemente una modalidad en la que se tiene mejor convenio, para mí es civismo
y siento que se lo debo a mi sociedad, pero no por ser docente, sino por ser
persona. Siento que le debo cada huelga y cada movilización, siento que le debo
la defensa a ultranza y siento que le debo el cariño y la pasión. Si mi vecino
cuelga la bandera que sea, con orgullo durante el partido o durante la
conmemoración o simplemente porque le da la gana, para mí la bandera verde
significa y está muy por encima de cualquier país y de cualquier mandato incluso.
En conclusión, defender mi nación, incluso desde la desobediencia, porque de ello depende el derecho a la educación de mi alumnado. Soy nacionalista de la educación y mi patria reside en cada uno de ellos. De verdad, que no puede haber, patria más bella.
Lo que constituye una nación, no es ni el hablar una misma lengua, ni el pertenecer al mismo grupo etnográfico, sino el poseer en común grandes cosas en el pasado, y la voluntad de hacer otras en lo futuro.
✓Joseph Ernest Renan.
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